Marta me cuidaba como a una hija, y yo
la quería como a mi mamá. Su departamento estaba en capital cerca de la
estación Chacarita. Vivía en un segundo
piso con Miguel, mi padrino. A la mañana
me despertaba siempre con un rico desayuno. Después me levantaba, me
bañaba y salía a hacerle las compras. Alrededor del mediodía comíamos y luego
jugábamos o nos íbamos a pasear. Imagino que era una gran compañía porque ella
no tenía hijos. A sus 26 años lo único que deseaba era un niño a
quién amar. Mis vacaciones eran su deseo cumplido, así lo sentía.
El resto del año iba a visitarla con mi Abuela. Un viaje largo desde
la Lanús. Siempre tomábamos el colectivo
42 desde Pompeya y nos bajábamos en la
plaza de Dorrego y Corrientes. Luego caminábamos 3 cuadras hasta el
departamento. Esto fue durante casi 15 años de mi vida.
María vivía en Flores en una gran casa
con perfume a magnolias. Tenía lugar para jugar, una pileta para el verano y de
amigo un perro llamado Ted. La alegría de lo cotidiano no se festeja. Es un
hecho consumado. Es la esperanza que no desespera por encontrar lo correcto en
el mismo lugar. Aprendimos como se disponen las piezas del ajederéz. También a
dominar la estrategia mínima de sus
movimientos. Apenas unas reglas para avanzar y retroceder sin ganar ni perder.
Pero, qué hacer cuándo esas reglas cambian y no las entendemos. La vida es un
juego que no podemos abandonar. Perder o ganar es un punto relativo, que
equidista del centro de las miradas de todas las personas que se atreven a
juzgarnos. Cuál es la recompensa?. Cuál
es el desafío?. Algo debió ser y se
quebró.
Marta fue la pesadilla de muchas noches
indeseadas. Fue el deseo de volver a despertar con sus desayunos. Tenía 17 años
la última vez que la visité. Ella estaba recostada. Era invierno y estaba muy
fría y pálida. Yo estaba por viajar a Bariloche y ella por irse a un lugar del
que todavía no he recibido postal. Sus ojos azules me miraban como queriendo
atraparme en una foto del alma. Su rostro suave se desvanecía todas las tardes.
Todos sabíamos que faltaba poco. Lenta fue su despedida. Sin lágrimas y sin
risas.
Mucho tiempo después conocí en la facultad a Margarita. Nos llevábamos muy bien. Estudiamos juntas muchos años y muchas
materias. Finales, parciales y trabajos prácticos. Algunas veces ella venía a
mi casa, le gustaba el olor a pasto mojado luego de llover. Otras, yo iba hasta
su casa en la capital, todo el recorrido y los lugares me parecían nuevos.
Al término de la carrera cuando ya se
habían terminado los exámenes finales, tuvimos tiempo de juntarnos por
distracción. Una tarde en el verano nos reunimos en su casa a tomar mate con
otros compañeros de la facultad. Luego cuando se hizo mas de noche nos
cambiamos y fuimos a comprar un helado. No
recuerdo por qué, siempre caminaba hasta la puerta de su casa, por la mitad de
la cuadra, sin llegar hasta la siguiente esquina. Esa tarde debió ser la
primera vez en años que fui hasta el
final de la calle. Doble a la derecha, hacia la heladería, observando las casas
hasta que en un momento fijé la vista en una de dos pisos. Advertí aquella
ventana por donde entraba el sol y el pequeño cristal de cielo en el mundo de Marta. Había olvidado todo. Cerré un
capítulo y destruí sus hojas. A la vuelta de mi infancia, en la esquina de su
corazón apagado. Llegaba con el mismo colectivo y me bajaba en la misma parada
del Parque.
De repente comprendí que su ausencia
fue más profunda que el recuerdo de mis felices vacaciones de verano y de
invierno. Un paréntesis abierto a la espera del recuentro.
Ahora están otra vez juntas y creo que
esta vez sí es para siempre.
Desde mi pequeño lugar en este mundo
con algunos sentidos quebrados las abrazo, con mi corazón.
Brindo por ustedes como cuando estábamos todos
sentados en la mesa y yo robaba de cada copa los restos de alcohol en un acto
de picardía e inocencia. Tengo la alegría de esas fiestas sellada en mis ojos, y un hadita pequeña que me despierta todas la mañanas y por quien hoy sigo el camino que ustedes dejaron atras.