Son los puntos del plano que imprimen un paso vertical.
Me recuerdan el azar y la fe.
Un destello entre medio del presente y las líneas que se cruzan en el espejo.
Me recuesto a la orilla del camino y veo caer las hojas amarillas que luego junto.
Llevo grabada la caricia, el desorden y en cada palabra un reproche. Yo no tengo mochilas, ni objetivos desmesurados.
Lo peor del poder es el daño que le causan a los que lo sufren y el finito espacio de tiempo en el que tratan de sujetarlo.
Palpita rápido. Se para y arranca. Es arrítmico el sentido de quererlo todo. Y todo no alcanza para ser un singular como la gente.
Me despierto pensando cómo va a ser este día en la prisión. Viajo por las caras de las personas que me rodean, trato meterme adentro de sus voces y mirarme en ellos para sacarles hasta la última gota de felicidad y desgracia.
Después, de regreso a casa me traigo lo mejor que cada uno de ellos me dio sin saberlo. Su mala onda, su egoísmo, su desconfianza, su consejo, una sonrisa comprometida, un saludo cansado, una metáfora cotidiana, una muestra de poder improcedente y grosera, todas sus miserias. Sus desperdicios me llenan de vida.
Cuando llego me siento del lado del plano, donde termina el espacio y el tiempo.
Guardo todas esas maravillas que ellos me dan, así como su aliento.
Pienso que si no estuvieran tan ocupados, si fueran más humildes, yo les devolvería algo que quizá no querrían. Quién quiere sus defectos?
Yo en cambio los amo.